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    La cruz del puente

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    puente de la cruz En el puente que existe sobre el arroyo Cubanicay, al comienzo de la calle de Independencia, en esta ciudad, y junto al muro de la derecha, se levanta una bonita cruz de mármol, sobre una apropiada columna, defendida por una verja.

    Muchos saben que la erección de esa cruz, en ese sitio, se debe a los sentimientos religiosos de un honrado hijo de Cataluña que vivió en esta ciudad en la segunda mitad del siglo anterior; muchos saben también que esa cruz sustituyó a otra de madera que, ennegrecida por el tiempo, existía junto a las márgenes del arroyo del Monte, que así se había llamado entonces, y que fue preciso remover para construir el puente en 1862, como se sabe también que, cuando los fundadores de la ciudad, echaron los cimientos de la nueva población, ya existía la cruz de madera, conservada gracias a su constante renovación por las siguientes generaciones.

    ¿Quién colocó allí la primitiva cruz? ¿Qué causas determinaron su colocación?

    Acerca de ello dice una leyenda que a mediados del siglo XVII vivía en el Caney—acaso en el mismo lugar en que doscientos años antes existiera un pueblo de aborígenes, y de ahí el nombre que conservó hasta cincuenta años atrás—una familia, compuesta de un matrimonio y de dos hijos, varón y hembra, de veinte y de dieciocho años de edad, respectivamente.

    Eran los padres Justo Pérez, progenitor y Manuela García; y los jóvenes Ramón y María de la Cruz. Transcurría tranquila la existencia de aquella familia, en medio de estos lugares, poco menos que desiertos entonces, hasta que vino a turbar esa tranquilidad la presencia de un mozo, bien plantado, que por necesidades de la crianza de ganado, tuvo Justo Pérez que colocar de montero en la finca.

    María de la Cruz, se enamoró perdidamente del montero, que no hizo menos el mozo, pues desde los primeros momentos quedó prendado de la belleza y donaire de la guajirita. Fue el segundo, Ramón, que habiendo presumido, hasta entonces, de ser el mejor lazo de todas las haciendas limítrofes vio en Jacinto, el montero, un rival temible.

    Lo que tenía María de la Cruz de buena y apacible, lo tenía su hermano de impulsivo y violento, y desde que en una recogida de toros, vio éste el lazo que era Jacinto, se le atravesó el muchacho; creciendo su antipatía a medida que el tiempo transcurría y veía su superioridad en las monterías.

    Algunas trifulcas se armaron entre los dos mozos, provocándolas siempre Ramón, que si no pasaron a más, se debió a que Jacinto, no obstante ser decidido y valiente, se reprimía y daba algunas excusas, porque no se apartaba de su mente la imagen de María de la Cruz, a quien no quería disgustar; y temeroso también de ser despedido de la hacienda, perdiendo así las repetidas oportunidades de verla.

    Justo tuvo ocasión de presenciar alguna que otra pelotera entre los mozos, y si bien no las creyó de importancia, no dejaron de mortificarle un poco, puesto que, hasta entonces, había reinado en la hacienda una paz inalterable. Manuela, su esposa, había sorprendido ciertas miradas muy expresivas entre Jacinto y su hija, y cierta cortedad o embarazo en ambos, cuando estaban en presencia de otras personas.

    Sin embargo, nada se dijeron entre sí los esposos; y acaso porque Jacinto y María de la Cruz supieron disimular mejor su estado de ánimo, es lo cierto que Manuela llegó a creer infundadas sus sospechas, y que nada había en común entre su hija y el montero.

    ¡Qué lejos estaba entonces de la verdad! Porque el amor entre estos jóvenes fue creciendo comenzando así un idilio que les hacía derramar lágrimas de felicidad.

    Por intuición natural conoció Jacinto que era necesario ocultar aquel amor a los ojos de Ramón, a quien nada había hecho para disgustarle, y que, así y todo, le odiaba por una pueril rivalidad: por aquella superioridad suya en el manejo del lazo, de la que no obstante, nunca hizo alarde para no disgustarle.

    Con pretextos más o menos inventados, convenció a María de la Cruz de que debían guardar en secreto sus sentimientos amorosos ante sus padres. Y siguieron queriéndose y diciéndose, sin palabras, mil finezas.

    Un incidente empeoró la situación. Una tarde estaba Justo, con Ramón y Jacinto, haciendo una recogida de ganado cimarrón, y en momentos en que el último, a carrera tendida sobre su jaca de trabajo, lanzaba con su habitual destreza su lazo a una novilla, Ramón, que venía en persecución de otra res, acertó a pasar entre el montero y la novilla, enredándose el caballo de tal modo que, a pesar de la rapidez con que Jacinto dejó caer el lazo, el caballo dio un fuerte bote, lanzando al suelo el jinete.

    Dicho Ramón en lances de esta índole, supo arreglárselas para no recibir, como no recibió, grave daño en la caída; pero apenas se levantó del suelo, tiró del machete, y se dirigió a Jacinto con ímpetu siniestro. El montero no pestañeó siquiera, y en un momento pasaron por su imaginación mil pensamientos encontrados. Intenciones tuvo de huir, para evitar mayores males, pero lo repugnó la idea de parecer cobarde.

    Justo, que estaba cerca de ellos, al notar la actitud resuelta de su hijo, lanzó un ¡muchacho!, con voz de trueno y se avalanzó sobre él, logrando detenerlo a duras penas, para hacerle reconocer que todo había sido casual. Se calmó, o pareció calmarse Ramón y envainó el machete, pero dirigió a Jacinto una mirada, que era una amenaza a corto plazo.

    La montería siguió, sin más incidentes, y cuando volvieron a la casa, en horas del atardecer, rendidos de fatiga, Jacinto soltó su jaca a pastar y se internó en el bosque, necesitaba reflexionar sobre su situación. De su larga meditación, apenas si sacó otra cosa en limpio que, para descargar un poco su alma del gran peso que la oprimía por la actitud de Ramón, debía contarle a su novia todo lo que le pasaba; y acechando la oportunidad estuvo los días siguientes, hasta que pudo, en una ocasión propicia, cambiar cuatro frases con ella y quedó convenida una cita para la noche siguiente. Habían señalado un barranco pedregoso, junto a la margen del río del Monte, cerca del camino del Cayo, y allí se dirigió Jacinto una hora antes de la convenida, en espera de María de la Cruz.

    No sospechaba Ramón nada acerca de los amores de su hermana, pero habiéndola visto tomar la vereda del bosque, después de anochecido, le extrañó sobremanera y la siguió, bien ajeno de lo que se trataba. Conocedor del terreno, torció hacia la derecha, por otra vereda que iba a salir al camino real, a fin de bajar por él al arroyo y situarse en sitio conveniente para observar.

    Al llegar cerca del paso, distinguió un hombre sentado sobre las piedras de la orilla y retrocedió, ocultándose entre los árboles, porque a pesar de la poca claridad, reconoció a Jacinto y tuvo una sospecha, que se hizo más viva, cuando vio a María de la Cruz desembocar por la vereda y dirigirse resueltamente hacia el montero.

    Apretó con furia el mango de su machete, y aguzó el oído, haciéndose cargo a los pocos momentos de cuanto ocurría, pues percibió casi todo lo que decían; y sin poderse detener por más tiempo, se lanzó al claro en que estaban su hermana y el montero.

    La sorpresa de éstos no tuvo límites. Ramón, hecho una furia, tiró de un brazo a María de la Cruz, haciéndola alejarse de Jacinto, y desenvainando su machete, se abalanzó sobre el mozo, que apenas tuvo tiempo de sacar el suyo y ponerse en guardia. Rápida como el pensamiento se interpuso la muchacha entre ambos combatientes, recibiendo en el cuello el formidable tajo que su hermano que ciego de ira había dirigido a Jacinto, cayendo al suelo bañada en sangre y falleciendo en el acto.

    Ante aquella horrible intromisión de lo imprevisto, hubo una pausa, una momentánea suspensión de actos, y hasta de ideas, entre los dos hombres, tras lo cual, Ramón se oprimió la frente con una mano, mientras que en la otra alzaba al cielo el machete fraticida; y loco y fuera de sí, echó a correr a bosque traviesa, sin conciencia de a dónde iba, ni por dónde iba. Tras él se lanzó Jacinto, blandiendo su machete; comenzando entonces una persecución furiosa, y en una casi completa oscuridad. Perdida la noción del tiempo y del lugar, corrían a la ventura, dejando jirones de la ropa entre las ramas.

    Huyendo Ramón, más que de Jacinto, de cuya persecución no se había dado cuenta, de la siniestra visión de su hermana, que aparecía ante su vista con el cuello cercenado y bañada en sangre, desplomándose sin vida. Y así volvieron más tarde al punto de partida, desembocando Ramón al camino cerca del arroyo, y parándose en seco al distinguir, gracias a la blancura de su traje, el cadáver de María de la Cruz junto a los peñascos de la orilla.

    De esa parada se aprovechó Jacinto para alcanzarlo y descargarle con su machete un golpe que le privó de la vida, tras lo cual, huyó despavorido hacia donde tenía su caballo, que ensilló precipitadamente, montando de un salto y desapareciendo por dentro de unos maizales, para volver a aparecer más tarde, al paso y con la cabeza caída sobre el pecho.

    La luna comenzaba a elevarse sobre el horizonte su plateada luz, que lo orientó para volver al sitio en que permanecían, uno cerca del otro, los dos cadáveres. Se bajó del caballo y se acercó al cuerpo inanimado de su amada, con los brazos cruzados sobre el pecho; permaneciendo así por largo rato.

    Luego cayó en menos de una hora una sepultura bastante profunda, en la que depositó los despojos de la que tanto había amado. Cubrió primeramente el cadáver con hojas verdes, que arrancó de los árboles inmediatos, echando después la tierra lentamente, a pequeños puñados, como si temiera hacerle daño con ella, hasta que formó un montículo sobre la sepultura.

    A saberlo hacer, habría grabado allí, sobre las mismas piedras, o en la corteza de un árbol, el nombre de aquella pobre flor de los bosques que había abierto ante él, por un momento, las puertas de la felicidad; pero no sabía escribir, y colocó sobre la sepultura, una fuerte aunque rústica cruz de madera, asegurándola cuidadosamente; tras lo cual, montó en su jaca y tomando el camino del Cayo, se alejó al paso, inclinando otra vez la cabeza sobre el pecho.

    Junto al arroyo quedó el cadáver de Ramón, iluminado por los pálidos fulgores de la luna, en el que ni por un momento pensó el montero, abrumado por la inmensidad de su dolor. Y allí quedó también aquella cruz, que respetaron generaciones sucesivas, señalando el lugar en que la fatalidad tronchó la inocente existencia de María de la Cruz.

    (Fuente: Martínez, Florentino (1959): Ayer en Santa Clara. Departamento de Estudios Hispánicos, Universidad Central de Las Villas)

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